Hace ahora 25 años, en un septiembre mágico y menos convulso que el actual, pero con igual protagonismo de las riadas de gente que inundan, hoy como entonces, sus calles, se celebraron unos Juegos Paralimpicos que, sin duda, pasaron a la historia como los del cambio en el interés social y reconocimiento público del deporte adaptado.

 

Fueron, los hasta entonces mejores en participación de atletas y  en resultados deportivos, pero sobre todo los más espectaculares en cuanto a seguimiento popular: más de 1.300.000 personas presenciaron en los distintos stadiums las pruebas durante las dos semanas que duraron los mismos.

 

Gran parte de “culpa” de la gran respuesta en Barcelona los mismos, la tuvo el que desde el Comité Organizador se diseñaran tratando de evitar lo que, en palabras del  entonces Presidente de la Federación Internacional de Deportes de Minusválidos Físicos, Joan Palau, hubieran podido ser las “olimpiadas del cemento”.  El hecho de que para la mayoría de los catalanes ésta fuera la primera vez que tenían oportunidad de acercarse al deporte adaptado, y el que se celebrarán poco después de unos Juegos Olímpicos en los que toda Catalunya se volcó en una suerte de test nacional, predecían  que o se organizaban muy bien o quedarían abocados al fracaso. Tal vez por ello, se plantearon que los Jocs fueran un espectáculo de puertas abiertas -gratuitos- con lo que se garantizaba un mínimo de presencia en todas las pruebas. Sin embargo, la realidad supero en este punto todas las expectativas. Bien porque muchos querían conocer in situ la nueva montaña olímpica, bien por curiosidad, o por degustar unos eventos deportivos gratuitos, lo cierto es que decenas de miles de ciudadanos acudieron diariamente a los distintos estadios, encontrándose en ellos con un espectáculo vibrante e impactante.

 

Pero, además, los Paralímpics trascendieron el marco deportivo.

 

Los Jocs de Barcelona significaron, antes que nada, un lapsus en el tiempo, un paréntesis en la vida colectiva de las personas con discapacidad -cuanto menos en Catalunya-, en el que se pudo trascender a la marginación a la que mayoritariamente eran sometidas por una sociedad que se rige fundamentalmente por valores de hipercompetitividad, y ocupar así, una posición de protagonismo social. Protagonismo que, en todo caso, tenía poco de normalizador -en tanto que momento de distinción- pero que sí servía a efectos de reivindicación de la existencia como grupo.

 

Lo cierto es que los que fuimos testigos in situ del evento, pudimos sentirnos primera persona de un evento de grandes connotaciones positivas, y proclamamos la posibilidad de ser objeto de atención y admiración colectiva. Barcelona descubrió a un grupo social que llenó sus calles y sus edificios oficiales, reivindicándose así con un EGO no acomplejado. El eminente Dr. Hawking lanzó un mensaje televisión  desde la ceremonia de colectivo que  llegó desde las pantallas de apertura de los Juegos a todo el mundo: “Todos somos iguales porque todos somos diferentes”.

 

En Barcelona se aprendió que se podía ejercer el derecho a la diferencia, el derecho a padecer una deficiencia desde la más absoluta dignidad. El anonimato que confería el poder pasearse entre cientos de compañeros, permitió erradicar el estigma de la diferencia, se pudo sentir un cierto orgullo de pertenencia. En aquellos días todas las personas con discapacidad salieron de sus casas, ocuparon Barcelona, se confundieron con los héroes por unos días, subieron a su particular Olimpo. Padecer una deficiencia ya no importaba, lo importante era pertenecer a un grupo que podía sumergirse en el conjunto social y recibir de él respeto y admiración.

 

Sólo por esto, los Juegos ya merecieron la pena.

 

Pero es que, además, estos Juegos sirvieron para remodelar Barcelona en términos de accesibilidad, para que los medios de comunicación abrieran espacios de debate sobre la situación social de las personas con discapacidad, para que, por unos días, fueran el centro de atención social.

 

Además, claro, los Juegos reivindicaron el deporte con mayúsculas, aquel que nace del interés de desarrollar una actividad social y lúdica y no del que tiene en el espectáculo y el dinero su principal componente. Y en ese sentido el deporte adaptado es un alegato a favor de la pureza de esta actividad y, tal vez, una de sus últimas reservas.

 

Puede que todo esto suene demasiado lejano, incluso algo irreal. Pero lo sería si no advirtiéramos que aunque los Juegos fueron un excelente dinamizador de conciencias y estructuras en beneficio de las personas con discapacidad, no es menos real que la normalización todavía está lejos de conseguirse en nuestro contexto. Gran parte de esta efervescencia colectiva que se pudo vivir, se ha aletargado ante la renuncia institucional a proseguir con el esfuerzo concienciador. Las nuevas prioridades marcadas desde unos presupuestos oficiales, cada vez menos abiertos a las demandas de los colectivos con más problemas sociales, ha aparcado nuevos proyectos incluyentes.

 

En todo caso, si algo pudo demostrar Barcelona es que hoy ya sabemos que el cambio es posible; que las grandes concentraciones de deporte adaptado permiten transformar el entorno; que las competiciones pueden colaborar en el proceso integrador sometiendo al conjunto social a un cambio sensitivo; que el deporte practicado por las personas con discapacidad puede borrar estigmas de minusvaloración; que cuando el Estado quiere, este colectivo puede. Eso se pudo comprobar en Barcelona, estas son las lecciones que nos quedan 25 años después.

 

El deporte adaptado, sus competiciones, como se demostró en Barcelona, puede ser un agente esencial en el proceso de maduración social que conlleva la integración de los disminuidos. La Administración no puede dejarse llevar por la lógica presupuestaria ni por la dicotomía minorías/mayorías a la hora de acercarse a él. Su promoción no sólo beneficia a las personas con discapacidad sino que enriquece a una sociedad alimentada de héroes inalcanzables y cuerpos perfectos, que puede tener en él una referencia viva de la pureza del deporte y una terapia contra la competitividad por encima de cualquier ética.